El héroe trágico sólo tiene un lenguaje que le sea perfectamente adecuado: el silencio. Así es desde un principio. Justamente, lo trágico se ha creado la forma artística del drama para poder exhibir el silencio. En la poesía narrativa, el silencio es la regla; la poesía dramática, en cambio, sólo conoce el hablar, y es por su medio como en ella el silencio se vuelve elocuente.
Callando rompe el héroe los puentes que le unen con Dios y con el mundo, y se eleva desde la vega de la personalidad —la cual se delimita frente a otros y se individualiza hablando— a la helada soledad del sí-mismo. El sí-mismo no sabe de nada fuera de él: está absolutamente solo. ¿Cómo manifestará esta soledad suya, esta rígida obstinación en él mismo, si no es callando?
Y así lo hace en la tragedia de Esquilo, como no dejaron de notar sus con-temporáneos. Lo heroico es mudo. Cuando los grandes silencios de los personajes de Esquilo, que se prolongan un acto entero del drama, ya no se encuentran en los trágicos posteriores, esta ganancia de «naturalidad» se adquiere al precio de una pérdida mayor en fuerza trágica.
No es, en absoluto, que los héroes mudos de Esquílo conquisten en Sófocles y Eurípides lenguaje, el lenguaje de su mismidad trágica. No es que aprendan a hablar: sólo aprenden a entrar en debate. Lo que hay entonces es una proliferación de ese arte de la disputa del diálogo dramático que a nosotros nos sabe hoy a cosa horrendamente glacial.
Estos diálogos exponen a la medida del entendimiento, volviéndolo a todas partes en una discusión interminable, el contenido de la situación trágica; y, así, lo propiamente trágico, el sí-mismo que se obstina más allá de todas las situaciones, se pierde de vista, hasta que uno de esos monólogos líricos a los que da siempre ocasión la existencia del coro, trae otra vez lo trágico al centro del drama.
La inmensa importancia de estas partes lírico-musicales en la economía de la totalidad del drama estriba precisamente en que los áticos no encontraban en lo propíamente dramático —el diálogo— la forma de traer a expresión lo trágico heroico. Pues lo heroico es voluntad, y el diálogo ático, para emplear la expresión del más antiguo teórico, el propio Alistóteles, es dianoético, o sea, discusión a la medida del entendimiento.
El sí-mismo no se exterioriza: está enterrado en sí. En cuanto entra en diálogo, deja de ser sí-mismo. Sólo es sí-mismo mientras está solo.
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En la tragedia se suscita con facilidad la apariencia de que la caída del hombre singular tenía que restablecer no sé qué equilibrio de las cosas, que había sido perturbado. Pero tal apariencia sólo se apoya en la contradicción entre el carácter trágico y la fábula dramática.
El drama necesita, para su propia subsistencia como obra de arte, las dos mitades de esta contradicción. Pero lo propiamente trágico se borra así. El héroe tiene como tal que sucumbir únicamente porque su caída le hace posible la más alta condición de héroe, que es la mismificación más cerrada de su sí-mismo. El héroe ansía la soledad de la caída porque no hay mayor soledad que ésta de sucumbir. Por eso mismo, propiamente el héroe no muere. La muerte clausura en él, por así decirlo, los temporalia de la individualidad. El carácter que se ha abierto paso hasta el sí-mismo heroico es inmortal. La eternidad apenas le basta para que resuene su silencio.
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Los sí-mismos no se encuentran, pero, a pesar de ello, en todos suena la misma nota: el sentimiento del propio sí- mismo. Esta transmisión sin palabras de lo igual tiene lugar aun cuando no hay todavía puente alguno que lleve de un hombre a otro hombre. No tiene lugar de alma a alma. Aún no hay reino alguno de las almas. Ocurre entre sí-mismo y sí-mismo, de un silencio a otro silencio.
Este es el mundo del arte. Un mundo de muda comprensión que no es un mundo, que no es un nexo real, vivo en cualquier sentido en que se recorra, de habla que va y viene; pero que sí es, sin embargo, capaz, en cualquiera de sus puntos, de ser vivificado por instantes. Ningún sonido rompe este silencio, pero en cada momento puede cada uno sentir en él lo más íntimo del otro.
Es la igualdad de lo humano la que aquí actúa como enjundia de la obra de arte, antes de toda unidad real de lo humano. Ya antes de toda lengua humana real, el arte, como lenguaje de lo inexpresable, crea la primera comprensión muda, imprescindible en todo tiempo, por debajo y junto al lenguaje propiamente tal. El silencio del héroe trágico calla en todo arte y es entendido en todo arte sin ninguna palabra. El sí-mismo no habla, pero es escuchado. El sí-mismo es visto.
El puro mirar callado realiza en cada espectador el giro hacia el propio dentro. El arte no es un mundo real, pues los hilos que en él se trazan de hombre a hombre sólo corren entre ellos en ciertos instantes: sólo en los breves momentos de la contemplación inmediata, y sólo en el lugar de esta contemplación. El sí-mismo no se vivifica al ser percibido. La vida que suscita en el espectador no despierta a la vida a lo contemplado, sino que gira, en el propio espectador, de inmediato hacia dentro. El reino del arte ofrece el suelo en que, por doquier, puede crecer el sí-mismo; pero cada sí-mismo es un sí-mismo siempre enteramente solitario, aislado, singular. El arte jamás crea una pluralidad real de mismidades, aunque produce por doquier la posibilidad para el despertar de los sí-mismos.
Pero el sí-mismo que despierta sólo sabe de sí. Dicho en otros términos: en el mundo de apariencias del arte, el sí-mismo permanece siempre sí-mismo: no llega a ser alma.
El hombre solitario
¿Cómo podría llegar a ser alma? Alma significaría salir fuera de este estar cerrado en sí vuelto sobre sí. ¿Cómo podría salir el sí-mismo? ¿Quién podría llamarlo? El es sordo. ¿Qué podría atraerlo con su aspecto? El es ciego. ¿Qué iba él a hacer fuera? Es mudo.
Vive totalmente hacia dentro. La flauta mágica del arte podía tan sólo hacer el milagro de que resonara en los Separados la nota igual de la enjundia humana. Pero ¡qué limitada era esa magia! El mundo así surgido ¡cómo seguía siendo un mundo de apariencias, un mundo de meras posibilidades!
Sonaba la misma nota y era escuchada, sin embargo, por doquier únicamente en el propio interior. Nadie sentía lo humano como lo humano en otros, sino que todos lo sentían sólo inmediatamente en el propio sí-mismo. El sí-mismo carecía todavía de mirada que viera más allá de sus muros: el mundo entero quedaba fuera.
Si lo tenía en él, no lo tenía a título de mundo, sino nada más que a título de posesión propia. La human¡dad de la que sabía era únicamente la que había entre sus cuatro paredes. Permanecía siendo para sí el único otro que veía, y cualquier otro que hubiera de ser visto por él tenía que entrar en este su espació visual y renunciar a ser visto como otro. Los órdenes éticos del mundo perdían así, en este espacio visual del sí-mismo que sólo pensaba en sí, todo su sentido propio: pasaban a no ser más que el contenido de su autocontemplación.
Luego él tenía que seguir siendo lo que era: lo sustraído al mundo entero —como si hubiera sido elevado por encima de él—; lo que se aferra con rígida obstinación a su propio interior y no es capaz de ver lo ajeno a sí más que allá en lo propio y, por tanto, nada más que como propio; lo que almacena todo orden ético como su ethos propio. Así, el sí-mismo era y seguía siendo el señor de su ethos: lo metaético.
Franz Rosenzweig
LA ESTRELLA DE LA REDENCIÓN
Traduce Miguel García-Baró
Eds. Sígueme 1997
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