Nada hay en el aspecto sensible de un paisaje, de un objeto o de un cuerpo, que lo predestine a tener un aire «alegre» o «triste», «vivaracho» o «apagado», «elegante» o «grosero». Al definir una vez más lo que percibimos por las propiedades físicas y químicas de los estímulos que pueden afectar a nuestros aparatos sensoriales, el empirismo excluye de la percepción aquella ira o aquel dolor que, sin embargo, yo puedo leer en un rostro, aquella religión cuya esencia no dejo de captar en la vacilación o la reticencia, aquella ciudad cuya estructura, no obstante, conozco en la actitud de sus habitantes o en el estilo de un monumento.
No puede haber un espíritu objetivo: la vida mental se retira en unas consciencias aisladas y entregadas a la sola introspección, en lugar de desplegarse, como aparentemente hace, en el espacio humano compuesto por aquellos con quienes discuto o con quienes vivo, por el lugar de mi trabajo o el de mi felicidad.
La alegría y la tristeza, la vivacidad y el embotamiento son datos de la introspección; y si con ellas revestimos los paisajes o los demás hombres es por haber constatado en nosotros mismos la coincidencia de estas percepciones interiores con unos signos exteriores asociados con las mismas por los azares de nuestra organización. La percepción, así empobrecida, se convierte en una pura operación de conocimiento, una grabación progresiva de unas cualidades y de su desarrollo más habitual, y el sujeto perceptor se encuentra frente al mundo como el sabio frente a sus experiencias.
Si, por el contrario, admitimos que todas estas «proyecciones», todas estas «asociaciones», todas estas «transferencias», se fundan en algún carácter intrínseco del objeto, el «mundo humano» deja de ser una metáfora para volver a ser lo que en efecto es, el medio y como la patria de nuestros pensamientos.
El sujeto perceptor deja de ser un sujeto pensante «acósmico» y la acción, el sentimiento, la voluntad, siguen por explorar como unas maneras originales de plantear un objeto, porque «un objeto se revela atractivo o repelente, antes de revelarse negro o azul, circular o cuadrado».
Pero el empirismo no deforma únicamente la experiencia, al hacer del mundo cultural una ilusión, cuando es el alimento de nuestra existencia. El mundo natural es, a su vez, desfigurado, y por las mismas razones. Lo que reprochamos al empirismo no es el que lo haya tomado como primer tema de análisis, pues es muy cierto que todo objeto cultural remite a un fondo de naturaleza sobre el que se manifiesta y que, por lo demás, puede ser confuso y lejano.
Nuestra percepción presiente bajo el cuadro la presencia próxima de la tela, la del cemento que se deshace bajo el monumento, la del actor que se fatiga bajo el personaje. Pero la naturaleza de que habla el empirismo es una suma de estímulos y cualidades. De una naturaleza tal es absurdo pretender que sea, siquiera en intención el objeto primero de nuestra percepción: es muy posterior a la experiencia de los objetos culturales o, mejor, es uno de ellos.
Tendremos, pues, que redescubrir el mundo natural y su modo de existencia que no se confunde con el del objeto científico. El que el fondo continúe debajo la figura, se vea debajo la figura, pese a que ésta lo recubra, este fenómeno que envuelve todo el problema de la presencia del objeto, también lo camufla la filosofía empirista —que trata esta parte del fondo como si fuera invisible— en virtud de una definición fisiológica de la visión, y la reduce a la condición de simple cualidad sensible por suponer que viene dada por una imagen, eso es, por una sensación debilitada.
De manera más general, los objetos reales que no forman parte de nuestro campo visual únicamente pueden estar presentes ante nosotros por medio de imágenes, y por eso no son más que «posibilidades permanentes de sensaciones».
Si abandonamos el postulado empirista de la prioridad de los contenidos, estamos en libertad para reconocer el modo de existencia singular del objeto que está detrás nuestro.
No es que el niño histérico que se vuelve «para ver si el mundo está aún detrás suyo» esté falto de imágenes, lo que ocurre es que el mundo percibido perdió para él la estructura original que hace que los aspectos ocultos sean, para el hombre normal, tan ciertos como los aspectos visibles.
Sí, una vez más, el empirista puede siempre construir equivalentes aproximados de todas esas estructuras a base de ir agregando átomos psíquicos. Pero el inventario del mundo percibido, expuesto en los capítulos siguientes, nos lo revelará cada vez más como una especie de ceguera mental y como el sistema menos capaz de agotar la experiencia revelada, mientras que la reflexión comprende su verdad subordinada situándola a su debido lugar.
Maurice Merleau-Ponty
FENOMENOLOGÍA DE LA PERCEPCIÓN
FENOMENOLOGÍA DE LA PERCEPCIÓN
Trad. Jem Cabanes
Eds. original Galimard 1945
Ed. Planeta - De Agostini 1984
Ed. Planeta - De Agostini 1984
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