jueves, 4 de julio de 2019

Merleau-Ponty, palabra, intención, eternidad creando mundo

Cuando se dice que el pensamiento es espontáneo, no quiere esto decir que coincida consigo mismo, quiere decir, al contrario, que se supera, y la palabra es precisamente el acto por el que se eterniza en verdad.

Es, en efecto, manifiesto que la palabra no puede considerarse como un simple vestido del pensamiento, ni la expresión como traducción en un sistema arbitrario de signos de una significación ya clara de por sí.

Se repite que los sonidos y los fonemas nada quieren decir de por sí, y que nuestra consciencia no puede hallar en el lenguaje más que lo que ella ha puesto en el mismo. Pero la consecuencia de esto sería que el lenguaje no puede enseñarnos nada y que, como máxime, puede suscitar en nosotros nuevas combinaciones de significaciones que nosotros ya poseemos.

Es contra esto que atestigua la experiencia del lenguaje. Es verdad que la comunicación presupone un sistema de correspondencias cual el dado por el diccionario, pero va más allá, y es la frase la que da su sentido a cada vocablo, es por haber sido empleado en diferentes contextos que el vocablo se carga paulatinamente de un sentido que no es posible fijar de manera absoluta.
Una expresión importante, un buen libro, imponen su sentido. Es, pues, de cierta manera que lo llevan en ellos.

Y en lo referente al sujeto que habla, importa que el acto de expresión le permita superar, también a él, lo que antes pensaba y que encuentre en sus propias palabras más de lo que pensó poner en ellas, ya que de otro modo no veríamos al pensamiento, siquiera solitario, buscando la expresión con tanta perseverancia.

La palabra es, pues, esta operación paradójica en la que miramos de alcanzar, por medio de vocablos cuyo sentido viene dado, y de significaciones ya disponibles, una intención que, en principio, va más allá y modifica, fija ella misma, en último análisis, el sentido de los vocablos en los que se traduce.
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El lenguaje nos sobrepasa, no solamente porque el uso de la palabra supone siempre un gran número de pensamientos que no son actuales y que cada vocablo resume, sino también por otra razón más profunda, a saber, que estos pensamientos, en su actualidad, nunca fueron pensamientos «puros», que había ya en ellos exceso del significado respecto del significante y el mismo esfuerzo del pensamiento pensado para igualar el pensamiento pensante, la misma unión provisoria de uno y otro, que constituye todo el misterio de la expresión.

Lo que llamamos idea está necesariamente vinculado a un acto de expresión y le debe su apariencia de autonomía.
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Pero resulta que, en este caso (triángulos), la palabra se aplica a una naturaleza, mientras que la música y la pintura, como la poesía, se crean su propio objeto y, a partir del momento en que son lo bastante conscientes de sí mismas, se encierran en el mundo cultural. La palabra prosaica, y en particular la palabra científica, es un ser cultural que tiene la pretensión de traducir una verdad de la naturaleza en sí.
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Así, no hay una diferencia fundamental entre los modos de expresión, no puede darse un privilegio a uno de ellos como si expresara una verdad en sí. La palabra es tan muda como la música, la música tan elocuente como la palabra. La expresión es en todas partes creadora y lo expresado es siempre inseparable de ella. No hay un análisis que pueda clarificar el lenguaje y exponerlo ante nosotros como un objeto. El acto de palabra no es claro más que para quien efectivamente habla o escucha, se vuelve oscuro desde el momento en que queremos explicitar las razones que nos han hecho comprender así y no de otro modo.
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En realidad, el análisis muestra, no que haya tras del lenguaje un pensamiento trascendente, sino que el pensamiento se trasciende en la palabra, que la palabra efectúa esta concordancia de mí conmigo y de mí con el otro en la que se la quiere fundar.

El fenómeno del lenguaje, en el doble sentido de hecho primero y prodigio, no se explica, sino se suprime, si lo doblamos de un pensamiento trascendente, puesto que consiste en que un acto de pensamiento, por haber sido expresado, tiene en adelante el poder de sobrevivirse.

No, como a menudo se dice, que la fórmula verbal nos sirva de medio nemotécnico: inscrita en el papel o confiada a la memoria, de nada serviría si no tuviésemos adquirido, de una vez por todas, el poder interior de interpretarla.

Expresar no es sustituir el pensamiento nuevo con un sistema de signos estables a los que estarían vinculados unos pensamientos seguros, es asegurar, mediante el empleo de vocablos ya utilizados, el que la intención nueva recoja la herencia del pasado, es, con un solo gesto, incorporar el pasado al presente y empalmar este presente con un futuro, abrir todo un ciclo de tiempo en el que el pensamiento «adquirido» permanecerá presente a título de dimensión, sin que en adelante tengamos necesidad de evocarlo o reproducirlo.

Lo que se llama lo intemporal del pensamiento es lo que, por haber recogido de esta manera el pasado y empeñado el futuro, es, supuestamente, de todos los tiempos y en modo alguno es, pues, transcendente al tiempo. Lo intemporal es lo adquirido.

(Ilustración de Chirico)



Maurice Merleau-Ponty
FENOMENOLOGÍA DE LA PERCEPCIÓN
Trad. Jem Cabanes
Eds. original Galimard 1945
Ed. Planeta - De Agostini 1984

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