"El Evangelio es la última y maravillosa expresión del genio griego así como La Ilíada es la primera; el espíritu de Grecia se deja ver no sólo en el hecho de que todo nos ordena buscar, excluyendo todo otro bien, “El reino de Dios y la justicia de nuestro Padre celestial”, sino también en su exposición de la miseria humana, y de la miseria en un ser divino al mismo tiempo que humano. Los relatos de la Pasión muestran que un espíritu divino unido a la carne es alterado por la desgracia, tiembla ante el sufrimiento y la muerte, se siente, en el fondo de su desamparo, separado de los hombres y de Dios. El sentimiento de la miseria humana le da ese acento de sencillez que es la marca del genio griego y que constituye todo el valor de la tragedia ática y de La Ilíada. Ciertas palabras tienen un sonido extrañamente cercano al de la epopeya, y el adolescente troyano enviado al Hades, aunque no quería partir, viene a la memoria cuando Cristo dice a Pedro: “Otro te ceñirá y te llevará a donde no quieres ir“. Este acento no es separable del pensamiento que inspira el Evangelio; pues el sentimiento de la miseria humana es una condición de la justicia y del amor. El que ignora hasta qué punto la fortuna variable y la necesidad tienen a cualquier alma humana bajo su dependencia no puede mirar como semejantes y amar como a sí mismo a aquellos a quienes la suerte los ha separado de él por un abismo. La diversidad de las presiones que pesan sobre los hombres origina la ilusión de que hay entre ellos dos especies distintas que no se pueden comunicar.
No es posible amar y ser justo si no se conoce el imperio de la fuerza y no se sabe respetarlo.
Las relaciones del alma humana y el destino, la medida en que cada alma modela su propia suerte, lo que una implacable necesidad transforma en un alma cualquiera conforme a su suerte variable, lo que por efecto de la virtud y de la gracia puede permanecer intacto, es una materia donde la mentira resulta fácil y seductora. El orgullo, la humillación, el odio, el desprecio, la indiferencia, el deseo de olvidar o ignorar, todo contribuye a esta tentación. En particular, nada es más raro que una justa expresión de desgracia; al pintarla, casi siempre se finge creer o que la degradación es una vocación innata del desgraciado, o que un alma puede soportar la desgracia sin recibir su marca, sin que cambien todos los pensamientos de una manera que sólo le pertenece. Los griegos, casi siempre, tuvieron la fuerza espiritual que permite no mentirse; fueron recompensados por ello y supieron alcanzar en todas las cosas el más alto grado de lucidez, pureza y simplicidad. Pero el espíritu que se transmite de La Ilíada al Evangelio pasando por los pensadores y los poetas trágicos, casi no ha franqueado los limites de la civilización griega, y desde que Grecia fue destruida no quedan más que reflejos.
Romanos y hebreos se creyeron ambos substraídos a la común miseria humana, los primeros en tanto nación elegida por el destino para ser dueña del mundo, los segundos por favor de su Dios y en la medida exacta en que lo obedecían.
Los romanos despreciaban a los extranjeros, a los enemigos, a los vencidos, a sus súbditos, a sus esclavos; así no tuvieron ni epopeyas ni tragedias. Reemplazaban las tragedias por los juegos de gladiadores. Los hebreos veían en la desgracia el signo del pecado y por ende un legítimo motivo de desprecio. Consideraban a sus enemigos vencidos como horribles ante Dios mismo y condenados a expiar crímenes, lo que permitía la crueldad y hasta la hacía indispensable. Por eso ningún texto del Antiguo Testamento tiene un tono parecido al de la epopeya griega, salvo quizá ciertas partes del poema de Job. Romanos y hebreos han sido admirados, leidos, imitados en actos y palabras, citados siempre que hubo necesidad de justificar un crimen, durante veinte siglos de cristianismo.
Además el espíritu del Evangelio no se transmitió puro a través de las sucesivas generaciones de cristianos. Desde los primeros tiempos se creyó ver un signo de la gracia en los mártires, en el hecho de soportar con alegría los sufrimientos y la muerte, como si los efectos de la gracia pudieran ir más lejos en los hombres que en Cristo. Los que piensan que Dios mismo, una vez que se hizo hombre, no pudo tener ante sus ojos el rigor del destino sin temblar de angustia, hubieran debido comprender que sólo se pueden elevar aparentemente sobre la miseria humana los hombres que disfrazan el rigor del destino ante sus propios ojos con la ayuda de la ilusión, la embriaguez o el fanatismo. El hombre que no está protegido por la armadura de una mentira no puede sufrir la fuerza sin ser alcanzado hasta el alma. La gracia puede impedir que esta herida lo corrompa pero no puede impedir la herida. Por haberlo olvidado demasiado la tradición cristiana no ha sabido reencontrar sino muy raramente la simplicidad que hace punzante cada frase de los relatos de la Pasión.
Por otra parte, la costumbre de convertir mediante la coacción ha velado los efectos de la fuerza sobre el alma de los que la manejan.
A pesar de la corta embriaguez producida en el Renacimiento por el descubrimiento de las letras griegas, el genio de Grecia no ha resucitado en el curso de veinte siglos. Algo aparece en Villon, Shakespeare, Cervantes, Moliére, y una vez en Racine. La miseria humana es puesta al desnudo a propósito del amor en L’Ecole de Fenimes, en Médre; extraño siglo, por otra parte, en el cual, al contrario de la edad épica, sólo podía percibirse la miseria humana en el amor, mientras que los efectos de la fuerza en la guerra y en la política debían siempre estar envueltos de gloria. Quizá podrían citarse otros nombres. Pero nada de lo que han producido los pueblos de Europa vale lo que el primer poema conocido que haya aparecido en uno de ellos. Reconquistarán quizá el genio épico cuando sepan que no hay que creer nada al abrigo de la suerte, no admirar jamás la fuerza, no odiar a los enemigos ni despreciar a los desgraciados.
Es dudoso que esto vaya a ocurrir pronto»
(Simone Weil,
La Ilíada o el poema de la fuerza
- entero abajo en el blog de referencia
y también en "La fuente griega" Ed. Trotta)
No es posible amar y ser justo si no se conoce el imperio de la fuerza y no se sabe respetarlo.
Las relaciones del alma humana y el destino, la medida en que cada alma modela su propia suerte, lo que una implacable necesidad transforma en un alma cualquiera conforme a su suerte variable, lo que por efecto de la virtud y de la gracia puede permanecer intacto, es una materia donde la mentira resulta fácil y seductora. El orgullo, la humillación, el odio, el desprecio, la indiferencia, el deseo de olvidar o ignorar, todo contribuye a esta tentación. En particular, nada es más raro que una justa expresión de desgracia; al pintarla, casi siempre se finge creer o que la degradación es una vocación innata del desgraciado, o que un alma puede soportar la desgracia sin recibir su marca, sin que cambien todos los pensamientos de una manera que sólo le pertenece. Los griegos, casi siempre, tuvieron la fuerza espiritual que permite no mentirse; fueron recompensados por ello y supieron alcanzar en todas las cosas el más alto grado de lucidez, pureza y simplicidad. Pero el espíritu que se transmite de La Ilíada al Evangelio pasando por los pensadores y los poetas trágicos, casi no ha franqueado los limites de la civilización griega, y desde que Grecia fue destruida no quedan más que reflejos.
Romanos y hebreos se creyeron ambos substraídos a la común miseria humana, los primeros en tanto nación elegida por el destino para ser dueña del mundo, los segundos por favor de su Dios y en la medida exacta en que lo obedecían.
Los romanos despreciaban a los extranjeros, a los enemigos, a los vencidos, a sus súbditos, a sus esclavos; así no tuvieron ni epopeyas ni tragedias. Reemplazaban las tragedias por los juegos de gladiadores. Los hebreos veían en la desgracia el signo del pecado y por ende un legítimo motivo de desprecio. Consideraban a sus enemigos vencidos como horribles ante Dios mismo y condenados a expiar crímenes, lo que permitía la crueldad y hasta la hacía indispensable. Por eso ningún texto del Antiguo Testamento tiene un tono parecido al de la epopeya griega, salvo quizá ciertas partes del poema de Job. Romanos y hebreos han sido admirados, leidos, imitados en actos y palabras, citados siempre que hubo necesidad de justificar un crimen, durante veinte siglos de cristianismo.
Además el espíritu del Evangelio no se transmitió puro a través de las sucesivas generaciones de cristianos. Desde los primeros tiempos se creyó ver un signo de la gracia en los mártires, en el hecho de soportar con alegría los sufrimientos y la muerte, como si los efectos de la gracia pudieran ir más lejos en los hombres que en Cristo. Los que piensan que Dios mismo, una vez que se hizo hombre, no pudo tener ante sus ojos el rigor del destino sin temblar de angustia, hubieran debido comprender que sólo se pueden elevar aparentemente sobre la miseria humana los hombres que disfrazan el rigor del destino ante sus propios ojos con la ayuda de la ilusión, la embriaguez o el fanatismo. El hombre que no está protegido por la armadura de una mentira no puede sufrir la fuerza sin ser alcanzado hasta el alma. La gracia puede impedir que esta herida lo corrompa pero no puede impedir la herida. Por haberlo olvidado demasiado la tradición cristiana no ha sabido reencontrar sino muy raramente la simplicidad que hace punzante cada frase de los relatos de la Pasión.
Por otra parte, la costumbre de convertir mediante la coacción ha velado los efectos de la fuerza sobre el alma de los que la manejan.
A pesar de la corta embriaguez producida en el Renacimiento por el descubrimiento de las letras griegas, el genio de Grecia no ha resucitado en el curso de veinte siglos. Algo aparece en Villon, Shakespeare, Cervantes, Moliére, y una vez en Racine. La miseria humana es puesta al desnudo a propósito del amor en L’Ecole de Fenimes, en Médre; extraño siglo, por otra parte, en el cual, al contrario de la edad épica, sólo podía percibirse la miseria humana en el amor, mientras que los efectos de la fuerza en la guerra y en la política debían siempre estar envueltos de gloria. Quizá podrían citarse otros nombres. Pero nada de lo que han producido los pueblos de Europa vale lo que el primer poema conocido que haya aparecido en uno de ellos. Reconquistarán quizá el genio épico cuando sepan que no hay que creer nada al abrigo de la suerte, no admirar jamás la fuerza, no odiar a los enemigos ni despreciar a los desgraciados.
Es dudoso que esto vaya a ocurrir pronto»
(Simone Weil,
La Ilíada o el poema de la fuerza
- entero abajo en el blog de referencia
y también en "La fuente griega" Ed. Trotta)
No hay comentarios:
Publicar un comentario