martes, 30 de abril de 2019

Blanchot, Kafka, detrás, neutro

En un mal relato —suponiendo que los haya, lo que no es absolutamente seguro— con frecuencia se tiene la impresión de que alguien habla por detrás y «apunta» a los personajes o bien a los acontecimientos lo que tienen que decir: intromisión indiscreta y torpe; se trata, según dicen, del autor que habla, de un «yo» autoritario y complaciente arraigado aún en la vida y que irrumpe sin recato. Cierto, resulta indiscreto y de ese modo se borra el círculo.
Pero también es cierto que esa impresión de que alguien habla «por detrás» pertenece sin duda a la singularidad narrativa y a la verdad del círculo: como si el círculo tuviera su centro fuera del círculo, por detrás e infinitamente atrás, como si el fuera fuese precisamente ese centro que sólo puede ser la ausencia de todo centro.
Ahora bien, ese fuera, ese «por detrás» que no es en absoluto un espacio de dominación y de altura desde el cual puede captarse todo de una sola mirada y dirigir los acontecimientos (del círculo), ¿no será la distancia misma que el lenguaje recibe de su propia falta como límite suyo, distancia desde luego enteramente exterior, que sin embargo lo habita y en cierto modo lo constituye, distancia infinita que hace que mantenerse en el lenguaje sea ya estar fuera, y tal que, si fuera posible acogerla, «relatarla» en el sentido que le es propio, se podría entonces hablar del límite, es decir llevar hasta la palabra una experiencia de los límites y la experiencia-límite?
Considerado en esa dimensión, el relato sería entonces el espacio aventurado en que la frase: «Las fuerzas de la vida…» puede afirmarse en su verdad, pero en el cual, como contrapartida, todas las frases, incluso las más inocentes, corren el riesgo de recibir la misma situación ambigua que recibe el lenguaje en su límite.
Límite este que tal vez sea el neutro.
Lo que Kafka nos enseña —incluso aunque no se le pueda atribuir directamente esta fórmula— es que contar pone en juego lo neutro. La narración a la que rige el neutro se mantiene bajo la custodia del «él», tercera persona que no es una tercera persona ni tampoco la simple cubierta de la impersonalidad.
El «él» de la narración en la que habla el neutro no se contenta con tomar el lugar que en general ocupa el sujeto, sea éste un «yo» declarado o implícito, sea el acontecimiento tal como tiene lugar en su significación impersonal[2].
El «él» narrativo destituye todo sujeto, tanto como desapropia toda acción transitiva o toda posibilidad objetiva. En dos formas: 1) la palabra del relato siempre nos hace presentir que lo que se cuenta no es contado por nadie: habla en neutro; 2) en el espacio neutro del relato, los portadores de palabras, los sujetos de acción —los que antaño hacían las veces de personajes— caen en una relación de no identificación consigo mismos: algo les ocurre que sólo pueden reaprehender desprendiéndose de su capacidad de decir «yo», y eso que les ocurre siempre les ha ocurrido: sólo podrían explicarlo de un modo indirecto, como olvido de sí mismos, ese olvido que los introduce en el presente sin memoria que es el de la palabra narrativa.
Escribir, relación con la vida, relación desviada mediante la cual se afirma lo que no concierne.
Ausente o presente, se afirme o se sustraiga, altere o no los convencionalismos de la escritura —la linealidad, la continuidad, la legibilidad—, el «él» narrativo marca así la irrupción de lo otro —entendido en neutro— en su extrañeza irreductible, en su perversidad retorcida. Lo otro habla. Pero cuando lo otro habla nadie habla, pues lo otro, al que debe evitarse honrar con una mayúscula que lo fijaría en un sustantivo de majestad, como si poseyera alguna presencia sustancial, incluso única, precisamente nunca es sólo lo otro, tal vez no sea ni lo uno ni lo otro, y el neutro que lo señala lo retira de ambos, como de la unidad, estableciéndolo siempre fuera del término, del acto o del sujeto en que pretende ofrecerse.
La voz narrativa (no digo narradora) obtiene de allí su afonía. Voz que no tiene cabida en la obra, pero que tampoco la domina, lejos de caer de algún cielo bajo garantía de una Trascendencia superior: el «él» no es el englobante de Jaspers, más bien es un vacío en la obra: palabra-ausencia esta que evoca Marguerite Duras en uno de sus relatos, «una palabra—agujero, horadada en su centro con un agujero, con ese agujero en que habrían tenido que enterrarse todas las demás palabras», y el texto agrega: «No habría podido decirse, pero se hubiera podido hacerla resonar: inmensa, sin fin, como un gong vacío…»
Tácita, la voz narrativa atrae al lenguaje oblicua, indirectamente y, bajo esta atracción, la de la palabra oblicua, deja hablar al neutro. Lo lleva en sí, por cuanto que:
1) hablar en neutro es hablar a distancia, sin mediación ni comunidad e incluso experimentando el distanciamiento infinito de la distancia, su irreciprocidad, su irrectitud o su disimetría, pues la distancia más grande en que rige la disimetría, sin que sea privilegiado ni uno ni otro de los términos, es precisamente el neutro (no se puede neutralizar el neutro);
2) la palabra neutra ni revela ni oculta. Lo cual no quiere decir que no signifique nada (pretendiendo abdicar del sentido bajo la especie de lo insensato), quiere decir que no significa a la manera en que significa lo visible-invisible, sino más bien que abre en el lenguaje un poder distinto, ajeno al poder de iluminación (o de oscurecimiento), de comprensión (o de desprecio). No significa de un modo óptico; se queda fuera de la referencia luz-sombra que al parecer es la referencia última de todo conocimiento y de toda comunicación, al grado de hacernos olvidar que sólo posee el valor de una metáfora venerable, es decir, inveterada;
3) la exigencia del neutro tiende a suspender la estructura atributiva del lenguaje, esa relación con el ser, implícita o explícita, que, en nuestras lenguas, se plantea inmediatamente, cuando se dice algo. Con frecuencia se ha observado —los filósofos, los lingüistas, los críticos políticos— que no podría negarse nada que previamente se hubiera planteado.
En otras palabras, todo lenguaje empieza por enunciar y, enunciando, afirma. Más bien podría ser que contar (escribir) fuese atraer la lengua a una posibilidad de hablar que hablaría sin hablar del ser y tampoco sin negarlo: o incluso, de manera aún más clara, demasiado claramente, establecer el centro de gravedad de la palabra en otra parte, allí en donde hablar no equivaldría a afirmar el ser ni tampoco a tener necesidad de la negación para suspender la obra del ser, la que se realiza por lo general en toda forma de expresión. A este respecto, la voz narrativa es la más crítica que, sin ser oída, pueda hacer oír. De ahí que, escuchándola, tengamos tendencia a confundirla con la voz oblicua de la desdicha o con la voz oblicua de la locura
Maurice Blanchot
De Kafka a Kafka
Ed. FCE, Breviarios

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