(serie dedicada a un trabajo de Blanchot sobre una clave existencial despreciada y necesitada de revisión incluso 50 años después de unos términos tan reveladores)
Lo cotidiano: no hay nada más difícil de descubrir.
En una primera aproximación, lo cotidiano es lo que somos en primer lugar y con más frecuencia: en el trabajo, en el ocio, en la vigilia, en el sueño, en la calle, en lo privado de la existencia.
Lo cotidiano es por tanto nosotros mismos de ordinario. En ese estadio, consideremos lo cotidiano como carente de verdad propia: el movimiento entonces consistirá en tratar de hacer que participe en las diversas figuras de lo Verdadero, en las grandes transformaciones históricas, en el devenir de lo que sucede ya sea abajo ( cambios económicos y técnicos), ya sea arriba (filosofía, poesía, política).
Se trataría en consecuencia de abrir lo cotidiano a la historia o incluso de reducir su sector privilegiado: la vida privada. Esto ocurre en los momentos de efervescencia -aquellos que se llaman de revolución-, cuando la existencia es de parte a parte pública.
Hegel, al comentar la ley sobre los sospechosos durante la Revolución Francesa, ha mostrado que, cada vez que se afirma lo universal en su brutal exigencia abstracta, toda voluntad particular, todo pensamiento separado están bajo sospecha. Actuar bien no es suficiente.
Todo individuo lleva en sí mismo un conjunto de reflexiones, de intenciones, es decir, de reticencias, que le encomiendan a una existencia oblicua.
Ser sospechoso es más grave que ser culpable (de ahí la busca de la confesión). El culpable tiene relación con la Ley, en la medida en que hace manifiestamente todo lo que hay que hacer para que ser juzgado, es decir, conducido al vacío del punto vacío que su yo escamotea.
El sospechoso es aquella presencia huidiza que no se deja reconocer y que, por la parte siempre reservada que él representa tiende no sólo a molestar, sino a plantear una acusación a la obra del Estado.
En tal perspectiva, cada gobernado es sospechoso, pero cada sospechoso acusa al gobernante y le prepara a convertirse en culpable, puesto que éste algún día tendrá que reconocer que él no representa el todo, sino una voluntad aún particular que sólo usurpa la apariencia de lo universal.
Por lo que hay que pensar que lo cotidiano es lo sospechoso (y lo oblicuo) que siempre escapa de la clara decisión de la ley, incluso cuando ésta intenta acorralar, por la sospecha, toda manera de ser indeterminada: la indiferencia cotidiana. (El sospechoso: el hombre cualquiera, culpable de no poder ser culpable).
Pero, en un nuevo estadio, la crítica (en el sentido en que Henri Lefebvre, al despejar «la crítica de la vida cotidiana», ha utilizado, ese principio de reflexión) ya no se contenta con querer cambiar la vida diaria abriéndola a la historia y a la vida política: querría preparar una transformación radical de la Alltiiglichkeit.
Cambio notable de punto de vista. Lo cotidiano ya no es la existencia media, estadísticamente comprobable, de una sociedad dada en un momento dado, sino una categoría, una utopía y una Idea, sin las cuales no se podría alcanzar ni el presente oculto, ni el porvenir detectable de los seres manifiestos.
El hombre (el hombre de hoy, el de nuestras sociedades modernas) está hundido en lo cotidiano y a la vez privado de lo cotidiano.
Y -tercera definición- lo cotidiano, es también la ambigüedad de estos dos movimientos, casi inasibles ambos. A partir de allí, se comprenden mejor las diversas direcciones en las cuales podría orientarse el estudio de lo cotidiano (interesando a veces a la sociología, a veces a la ontología, o el psicoanálisis, o la política, o la lingüistica, o la literatura).
Hay que contradecirse si uno quiere aproximarse a semejante movimiento. Lo cotidiano es la mediocridad (lo que rezaga y lo que resuena, la vida residual con que se rellenan nuestros cubos de basura y nuestros cementerios, desechos y detritus), pero sin embargo esa trivialidad también es lo más importante, si remite a la existencia en su espontaneidad misma y tal como ésta se vive, en el momento en que, al ser vivida, se sustrae a toda puesta en forma especulativa, quizás a toda coherencia, a toda regularidad.
Entonces, evocamos la poesía de Chejov o incluso de Kafka y afirmamos la profundidad de lo superficial, la tragedia de la nulidad. Siempre llegan a coincidir ambos aspectos, lo cotidiano con su lado fastidioso, penoso y sórdido (lo amorfo, lo estancado), y lo cotidiano inagotable, irrecusable y siempre incumplido y que siempre escapa de las formas o de las estructuras (en particular las de la sociedad política: burocracia, engranajes gubernamentales, partidos).
Y que entre esos dos opuestos puede haber cierta relación de identidad es lo que demuestra el leve desplazamiento del acento que permite pasar de uno a otro, cuando lo espontáneo, es decir, lo que se sustrae a las formas, lo informal, se convierte en lo amorfo y cuando (quizá) lo estancado se confunde con lo corriente de la vida, que también es el movimiento mismo de la sociedad.
Maurice Blanchot
La conversación infinita
(cap. El habla cotidiana)
Arena Libros 2008
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(cap. El habla cotidiana)
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