¿De qué clase es el límite que limita y singulariza lo singular? Propongo hoy que nos acerquemos a esta cuestión a partir de la combinatoria de tres nociones: el límite, el borde, la ribera. Me parece que el juego o el trenzado de estas tres nociones permite quizás que dispongamos de una primera mirada sobre la finitud singular: sobre esa finitud que constituye a la vez su pluralidad discreta y su sentido o su verdad infinitos. La finitud en primera instancia se deja pensar como límite. El límite es el fin: la extremidad más allá de la cual ya no hay nada (nada, al menos, de la cosa o del ente cuyo límite se alcanza). El límite es el fin en cuanto que pone fin, que sanciona un acabamiento que es también una cesación y una interrupción si nada viene a justificar legítimamente la sobrevenida de este fin.
El límite es esa «nada-en-común» a través de la cual la comunicación tiene lugar: si se quiere, el compartir del nacimiento y de la muerte y, por tanto, el compartir de una nada o de una «negatividad sin empleo», expresión de Bataille que podríamos transcribir así: «sentido sin significación»
Pero de este modo, la circulación en el límite pasa y transcurre entre dos bordes. Separa y reúne muy cerca todo aquello (es decir, los entes) que de-limita. El límite no es nada, pero tiene o separa dos bordes distintos (de igual modo que una línea geométrica sin espesor sigue teniendo dos lados). La propiedad del límite, que en sí mismo no tiene propiedad y que constituye la extraterritorialidad con relación a cualquier propiedad, consiste en su desdoblamiento, que podríamos llamar también su desbordamiento: distinción de los bordes, evasión de la "nada" en sus dos bordes.
El borde [bord] es la extremidad donde se detiene una estructura, empezando por el revestimiento de un barco (de acuerdo con los orígenes en germano, en nórdico antiguo o en sajón de esta palabra), pero también en general el extremo de una tabla cortada. El borde tiene, por un lado, la naturaleza del límite: incisión, división que en sí no es nada, que hace o que abre la nada de una separación; pero, por otra parte, tiene la consistencia de aquello que ha sido cortado según la ley del corte, por tanto, del trazado conformado con el límite y que le da propiamente, no sólo el diseño sino también el relieve, el contorno consistente de la singularidad.
El borde es la parte o la dimensión expuesta y expositora de lo singular: el borde lo expone a su límite, es finalmente el propio límite, no como línea sin espesor, sino como faz, acceso, aspecto y apariencia del ente delimitado. En el borde, el límite es algo o alguien: el límite se vuelve la nada configurada, un existente u otro, o bien tal o cual espacio-tiempo de un mismo existente.
El límite se pierde pues y se vuelve a encontrar, en el borde, en un mismo movimiento. Ese movimiento es el gesto de lo singular.
El borde es su concreción, su cuerpo, es decir, su ser fuera de sí, la materia y la fuerza de una existencia, de su frágil surgimiento y de su dura eliminación en el seno de la nada que la existencia ha bordeado un instante: pero esa nada no es nada más que la totalidad indefinida de las fuerzas que la atraviesan, proviniendo de ella, retornando a ella, arrancándola en existentes, en destellos concretos de sentido.
Esas fuerzas, o esta única fuerza discontinua de arrancamiento, abren el límite y desatan los bordes. El borde como separación, como desgarramiento se llama riba. Ripa viene de una raíz que tiene el valor de la desgarradura. Nos acercamos así al griego ereipein (caer, derrumbarse) y eripné (la pendiente, la vertiente, la cuesta). La ribera está separada y ahondada, erosionada, por el agua en la que cae y a la que da, por contraste, su nombre de rivera...
El pensamiento de lo singular plural debe pensar la desgarradura de la riba, la experiencia de la exposición a lo lejano y a lo incierto, al peligro de la travesía y a la posibilidad de la deriva tanto como del arribo.
Todos los existentes son rivales, es decir, rivereños de las mismas aguas y por eso competidores, como aquellos que pretenden conjuntamente los favores de una misma fuente. La rivalidad pone a los singulares al borde de la guerra o de la competición por la excelencia, al borde del deseo, de la apropiación, de la extorsión o del intercambio, al borde tanto de la ruptura fría como del contagio febril, al borde de la equivalencia general o bien al de un valor absoluto, inconmensurable e innegociable. Para pensar esta rivalidad general sin querer reabsorberla ni avivarla, hay que inventar un pensamiento de las orillas, de las riberas, de sus bordes y de sus límites: un pensamiento de los extremos, de la existencia extrema en su finitud.
Pasajes fragmentarios
del último capítulo de
"La piel frágil del mundo"
por Jean Luc Nancy
De conatus publicacionses 2021
Trad. Jordi Massó Castilla y
Cristina Rodríguez Maciel
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