Mostrando entradas con la etiqueta Nancy. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Nancy. Mostrar todas las entradas

sábado, 13 de noviembre de 2021

Nancy, Jean Luc, límite, borde y ribera

¿De qué clase es el límite que limita y singulariza lo singular?  Propongo hoy que nos acerquemos a esta cuestión a partir de la combinatoria de tres nociones: el límite, el borde, la ribera. Me parece que el juego o el trenzado de estas tres nociones permite quizás que dispongamos de una primera mirada sobre la finitud singular: sobre esa finitud que constituye a la vez su pluralidad discreta y su sentido o su verdad infinitos. La finitud en primera instancia se deja pensar como límite. El límite es el fin: la extremidad más allá de la cual ya no hay nada (nada, al menos, de la cosa o del ente cuyo límite se alcanza). El límite es el fin en cuanto que pone fin, que sanciona un acabamiento que es también una cesación y una interrupción si nada viene a justificar legítimamente la sobrevenida de este fin.

El límite es esa «nada-en-común» a través de la cual la comunicación tiene lugar: si se quiere, el compartir del nacimiento y de la muerte y, por tanto, el compartir de una nada o de una «negatividad sin empleo», expresión de Bataille que podríamos transcribir así: «sentido sin significación»

Pero de este modo, la circulación en el límite pasa y transcurre entre dos bordes. Separa y reúne muy cerca todo aquello (es decir, los entes) que de-limita. El límite no es nada, pero tiene o separa dos bordes distintos (de igual modo que una línea geométrica sin espesor sigue teniendo dos lados). La propiedad del límite, que en sí mismo no tiene propiedad y que constituye la extraterritorialidad con relación a cualquier propiedad, consiste en su desdoblamiento, que podríamos llamar también su desbordamiento: distinción de los bordes, evasión de la "nada" en sus dos bordes.

El borde [bord] es la extremidad donde se detiene una estructura, empezando por el revestimiento de un barco (de acuerdo con los orígenes en germano, en nórdico antiguo o en sajón de esta palabra), pero también en general el extremo de una tabla cortada. El borde tiene, por un lado, la naturaleza del límite: incisión, división que en sí no es nada, que hace o que abre la nada de una separación; pero, por otra parte, tiene la consistencia de aquello que ha sido cortado según la ley del corte, por tanto, del trazado conformado con el límite y que le da propiamente, no sólo el diseño sino también el relieve, el contorno consistente de la singularidad. 

El borde es la parte o la dimensión expuesta y expositora de lo singular: el borde lo expone a su límite, es finalmente el propio límite, no como línea sin espesor, sino como faz, acceso, aspecto y apariencia del ente delimitado. En el borde, el límite es algo o alguien: el límite se vuelve la nada configurada, un existente u otro, o bien tal o cual espacio-tiempo de un mismo existente.

El límite se pierde pues y se vuelve a encontrar, en el borde, en un mismo movimiento. Ese movimiento es el gesto de lo singular.

El borde es su concreción, su cuerpo, es decir, su ser fuera de sí, la materia y la fuerza de una existencia, de su frágil surgimiento y de su dura eliminación en el seno de la nada que la existencia ha bordeado un instante: pero esa nada no es nada más que la totalidad indefinida de las fuerzas que la atraviesan, proviniendo de ella, retornando a ella, arrancándola en existentes, en destellos concretos de sentido.

Esas fuerzas, o esta única fuerza discontinua de arrancamiento, abren el límite y desatan los bordes. El borde como separación, como desgarramiento se llama riba. Ripa viene de una raíz que tiene el valor de la desgarradura. Nos acercamos así al griego ereipein (caer, derrumbarse) y eripné (la pendiente, la vertiente, la cuesta). La ribera está separada y ahondada, erosionada, por el agua en la que cae y a la que da, por contraste, su nombre de rivera...

El pensamiento de lo singular plural debe pensar la desgarradura de la riba, la experiencia de la exposición a lo lejano y a lo incierto, al peligro de la travesía y a la posibilidad de la deriva tanto como del arribo.

Todos los existentes son rivales, es decir, rivereños de las mismas aguas y por eso competidores, como aquellos que pretenden conjuntamente los favores de una misma fuente. La rivalidad pone a los singulares al borde de la guerra o de la competición por la excelencia, al borde del deseo, de la apropiación, de la extorsión o del intercambio, al borde tanto de la ruptura fría como del contagio febril, al borde de la equivalencia general o bien al de un valor absoluto, inconmensurable e innegociable. Para pensar esta rivalidad general sin querer reabsorberla ni avivarla, hay que inventar un pensamiento de las orillas, de las riberas, de sus bordes y de sus límites: un pensamiento de los extremos, de la existencia extrema en su finitud.

Pasajes fragmentarios
del último capítulo de
"La piel frágil del mundo"
por Jean Luc Nancy
De conatus publicacionses 2021
Trad. Jordi Massó Castilla y
Cristina Rodríguez Maciel

jueves, 4 de abril de 2019

Nancy, ser-con, amor, prójimo, sentido

(OTRO: infinita distancia y proximidad en el SER-CON) La proximidad del prójimo es la distancia ínfima, íntima, pero también infinita, y cuya resolución está en lo Otro. El prójimo es lo alejado por excelencia -y por eso la relación con él se presenta
1) como un imperativo,
2) como el imperativo de un amor,
y 3) de un amor que sea «como el amor a uno mismo».
El amor propio no es aquí el egoísmo en el sentido de una preferencia por uno sobre los demás (lo que sería contradictorio con el mandato), sino el egoísmo en el sentido del privilegio de uno mismo, del sí propio, como modelo cuya imitación proporciona el amor por los demás.
Hay que amar en el otro al sí propio, pero recíprocamente, el sí propio en mí es lo otro que el ego, su intimidad sustraída.
Por esto se trata de «amor»: este amor no es un modo posible de la relación, sino que designa la relación misma en el seno del ser -incluso en lugar del ser-, y esta relación, de lo uno en lo otro, entonces, como relación infinita de lo mismo con lo mismo en tanto que originariamente distinto de sí mismo.
Así, el «amor» es el abismo de sí en sí, es la «dilección» o el «tomar cuidado» de lo que del origen se escapa o falta: consiste en tomar cuidado de esta retirada y en esa retirada.
De ahí que este amor sea «caridad»: es consideración de la caritas, del precio o del valor extremo, absoluto y por tanto inestimable de lo otro en cuanto otro, es decir, como sí-retirado-en-sí.
Este amor dicta el valor infinito de lo que está infinitamente recogido: la inconmensurabilidad del otro. El mandato de este amor se enuncia, en consecuencia, por lo que es: el acceso a lo inaccesible.
Ahora bien, no basta con desacreditar este amor a causa del idealismo abusivo o de la hipocresía religiosa. Se trata más bien de desconstruir la cristiandad y el sentimentalismo de un imperativo cuyo carácter abiertamente excesivo, claramente exorbitado, debe alertamos -incluso diría: se ha hecho, evidentemente, para alertarnos.
Se trata de preguntarse por cuál sea el «sentido» (o el «deseo») de un pensamiento o de una cultura que se da un fundamento del que el enunciado denuncia la imposibilidad, y preguntarse por hasta dónde y cómo la «locura» de este amor expondría la medida inconmensurable de la constitución misma del «sí» y de lo «otro», del «sí» en lo «otro».
Habría entonces que comprender cómo, en esta constitución -y así, en el seno y el reverso exactos del judeo-cristianismo-, la dimensión del con aparece y desaparece a la vez.
Por una parte, la proximidad del prójimo señala lo «cerca» del «con» ( el apud hoc de su etimología en francés: aupres ). Incluso se puede añadir, sin duda, que delimita y resalta este «cerca» por sí mismo, como una contigüidad y una simultaneidad del ser-cerca-de en cuanto tal, sin otra determinación.
Es decir, que el «prójimo» no es ya el «próximo» de la familia o de la tribu, al que remitiría quizá la primera acepción del precepto bíblico; no es el próximo de la gens ni de la philía o de la fratría, se sustrae a toda esta lógica del grupo o del conjunto, a la lógica de la comunidad de naturaleza, de sangre, de procedencia, de principio y de origen.
La medida de lo «próximo» ya no está dada, y el «cerca de», el «junto a» se exhibe desnudo, sin medi-da: la asociación, la multitud, la masa se vuelven posibles -hasta el hacinamiento de las fosas de cadáveres anónimos o la pulverización de la ceniza colectiva.
La proximidad del prójimo, como pura distancia, pura disposición, puede a la vez contraer y dilatar al extremo esta disposición. En el ser-unos-con-otros universal, el en de lo en-común se hace puramente extensivo y distributivo.
En consecuencia, se encuentran en lo más profundo de toda nuestra tradición, superpuestas, entrelazadas y opuestas, dos medidas de lo inconmensurable: según el Otro, y según el con.
Lo íntimo y lo próximo, lo mismo y lo otro, designan en su mutua remisión un «no ser con», y de este modo un «no ser en sociedad», un Otro de lo social en que lo social mismo -o común como ser o como sujeto común- estaría ante sí, en sí y para sí: la mismidad misma de lo otro y como Otro.
El ser-con designa por el contrario lo otro que no vuelve nunca a lo mismo, la pluralidad de los orígenes. La justa medida del con, o más exactamente, el con o el ser-con como justa medida, como justeza y como justicia, es entonces la medida de la disposición como tal: la medida de la distancia de un origen a otro origen.
Jean-Luc Nancy
SER SINGULAR PLURAL
trad. Antonio Tudela
Ed. Arena Libros 2006