EL ATEÍSMO, CONSECUENCIA ÚLTIMA DEL CRISTIANISMO
El no creer es un movimiento más en un juego cuyas reglas están fijadas por creyentes. Negar la existencia de Dios implica aceptar las categorías del monoteísmo. A medida que dichas categorías caen en desuso, el no creer pierde su interés y acaba pronto por perder también su sentido. Los ateos afirman querer un mundo secular, pero un mundo definido por la ausencia del dios de los cristianos no deja de ser un mundo cristiano. El secularismo es como la castidad: una condición definida por aquello que niega. Si el ateísmo tiene algún futuro, solo podrá ser en el marco de un renacer cristiano; pero, en realidad, el cristianismo y el ateísmo están decayendo a la vez.
El ateísmo es una flor tardía de la pasión cristiana por la verdad. Ningún pagano está dispuesto a sacrificar el placer de la vida por la mera verdad. Valora más la ilusión con estilo que la realidad sin adornos. Para los griegos, la meta de la filosofía era la felicidad o la salvación, no la verdad. La veneración de la verdad es un culto cristiano.
Los antiguos paganos tenían razón de estremecerse ante la burda sinceridad de los primeros cristianos. Ninguna de las religiones mistéricas que tanto abundaban en el mundo antiguo afirmaba lo que los cristianos proclamaban: que todos los demás credos estaban equivocados. Por ese mismo motivo, ninguno de sus seguidores podía llegar nunca a ser un ateo. Cuando los cristianos insistieron en ser los únicos poseedores de la vendad, censuraron la exuberante profusión del mundo pagano con una finalidad condenatoria.
En un mundo de múltiples dioses, el descreimiento nunca puede ser total. Solo puede ser la negación de un dios y la aceptación de otro o, como mucho —como en el caso de Epicuro y de sus seguidores—, el convencimiento de que los dioses no importan, puesto que hace mucho tiempo que han dejado de interesarse por los asuntos humanos.
El cristianismo golpeó directamente la raíz de la tolerancia pagana de la ilusión. Al reivindicar la exis-tencia de una única fe verdadera, confirió a la verdad un valor supremo que nunca antes había tenido. Al mismo tiempo, hizo posible por vez primera la incredulidad en relación con lo divino. El efecto retardado de la fe cristiana fue una idolatría de la verdad que halló su más completa expresión en el ateísmo. Si vivimos en un mundo sin dioses, hemos de agradecérselo al cristianismo.
CONTRA EL FUNDAMENTALISMO (RELIGIOSO Y CIENTÍFICO)
Los fundamentalistas religiosos ven en el poder de la ciencia la fuente principal del desencanto moderno. La ciencia ha suplantado a la religión como la fuente central de autoridad, pero a costa de hacer la vida humana accidental e insignificante. Si queremos que nuestras vidas tengan algún sentido, se ha de derrocar el poder de la ciencia y restaurar la fe.
Pero la ciencia no puede ser eliminada de nuestras vidas por un acto de voluntad. Deriva su poder de la tecnología y esta está cambiando nuestra manera de vivir con independencia de lo que nos propongamos.
Los fundamentalistas religiosos creen tener remedios para los males del mundo moderno. En realidad, ellos mismos son síntomas de la enfermedad que pretenden curar. Esperan recuperar la fe irreflexiva de las culturas tradicionales, pero esa es una fantasía característicamente moderna.
No podemos creer lo que nos parezca: nuestras creencias son vestigios de unas vidas (las nuestras) que no hemos podido elegir. No podemos invocar una determinada visión del mundo como y cuando se nos antoje. Una vez desaparecidos, ya no hay forma de rescatar de nuevo los modos de vida tradi-cionales. Cualquier cosa que ideemos tras su estela no hará más que sumarse al clamor de novedad incesante. Cuando la ciencia resulta tan omnipresente en sus vidas, las personas, por mucho que lo deseen, no pueden regresar a un escenario precientífico.
Los fundamentalistas científicos aseguran que la ciencia es la búsqueda desinteresada de la verdad. Pero cuando la ciencia es representada de ese modo, se obvian las necesidades humanas a las que sirve. Entre nosotros, la ciencia satisface dos necesidades: la de esperanza y la de censura. Solo la ciencia sirve actualmente de apoyo para el mito del progreso.
Si las personas se aferran a la esperanza del progreso, no es tanto por una creencia genuina como por el miedo a lo que puede venir si abandonan esa esperanza.
Los proyectos políticos del siglo XX han fracasado o han conseguido mucho menos de lo que habían prometido. Sin embargo, dentro del ámbito de la ciencia, el progreso es una experiencia cotidiana, confirmada cada vez que compramos un nuevo artilugio electrónico o ingerimos una nueva medi-cina. La ciencia nos da una sensación de progreso que la vida ética y política no puede proporcionarnos.
Y solo la ciencia tiene poder para silenciar a los herejes. Hoy en día, es la única institución que puede afirmar esa autoridad.
Al igual que la Iglesia en el pasado, tiene poder para destruir o marginar a los pensadores independientes. (Piénsese en cómo reaccionó la medicina ortodoxa ante Freud, o los darwinianos ortodoxos ante Lovelock). De hecho, la ciencia no proporciona ninguna imagen fija de las cosas, pero al censurar a aquellos pensadores que se aventuran más allá de las actuales ortodoxias, preserva la confor-tante ilusión de una única cosmovisión establecida. Puede que esto sea desafortunado desde el punto de vista de alguien que valore la libertad de pensamiento, pero es indudablemente la principal fuente del atractivo de la ciencia. Para nosotros, la ciencia es un refugio que nos protege de la incertidumbre y que promete —y, en cierta medida, consigue— el milagro de libramos del pensamiento, en la misma medida en que las iglesias se han convertido en santuarios de la duda.
Bertrand Russell —un defensor de la ciencia que hacía gala de una mayor prudencia que la de sus actuales ideólogos— afirmaba lo siguiente: "Cuando hablo de la importancia del método científico en relación a la conducta de la vida humana, me refiero al método científico en sus formas mundanas. N o por eso tengo en menos la ciencia como metafísica, ya que el valor de esta, en este aspecto, pertenece a otra esfera. Pertenece a la esfera de la religión, del arte y del amor; a la de la persecución de la visión beatífica; a la de la locura de Prometeo, que hace esforzarse a los más grandes hom-bres en llegar a ser dioses. Quizás el valor último de la vida humana se encuentre en esta locura a lo Prometeo; pero es un valor religioso y no político, ni aun moral."
La autoridad de la ciencia procede del poder que da a los seres humanos sobre su entorno. Es posible que, de vez en cuando, la ciencia logre desligarse de nuestras necesidades prácticas y sirva al propósito de la verdad.
Pero creerla el epítome del estudio de la verdad es, en sí, precientífico: supone separar la ciencia de las necesidades humanas y hacer de ella algo que no es natural, sino trascendental. Concebir la ciencia como la búsqueda de lo verdadero supone renovar la creencia mística (la misma de Platón y san Agustín) de que la verdad gobierna el mundo (o, lo que es lo mismo, que la verdad es divina).
ELOGIO DEL POLITEÍSMO
Ningún politeísta imaginó nunca que la humanidad pudiera llegar a vivir conforme a un modelo único, porque los politeístas daban por sentado que los seres humanos adorarían siempre a dioses distintos. Solo con la llegada del cristianismo llegó a ganar arraigo la creencia de que todo el mundo podía amoldarse a un único modo de vida.
Para los politeístas, la religión es una cuestión de práctica, no de creencia. Y hay múltiples tipos de práctica. Para los cristianos, la religión es una cuestión de creencia verdadera. Si solo hay una única fe auténtica, cualquier otro modo de vida en el que esta no sea aceptada ha de estar equivocado.
Los politeístas pueden ser celosos de sus dioses, pero no son misioneros. Sin el monoteísmo, el ser humano habría continuado siendo uno de los animales más violentos, pero se habría ahorrado las gue-rras de religión. Si el mundo hubiese seguido siendo politeísta, no podría haber producido el comunismo ni el «capitalismo democrático global».
Es agradable soñar con un mundo sin credos militantes, ni religiosos ni políticos. Agradable, pero ocioso. El politeísmo constituye una forma de pensar demasiado delicada para las mentes modernas.
Pasajes de
"Perros de Paja"
de John Gray