martes, 30 de abril de 2019

Blanchot, Kafka, detrás, neutro

En un mal relato —suponiendo que los haya, lo que no es absolutamente seguro— con frecuencia se tiene la impresión de que alguien habla por detrás y «apunta» a los personajes o bien a los acontecimientos lo que tienen que decir: intromisión indiscreta y torpe; se trata, según dicen, del autor que habla, de un «yo» autoritario y complaciente arraigado aún en la vida y que irrumpe sin recato. Cierto, resulta indiscreto y de ese modo se borra el círculo.
Pero también es cierto que esa impresión de que alguien habla «por detrás» pertenece sin duda a la singularidad narrativa y a la verdad del círculo: como si el círculo tuviera su centro fuera del círculo, por detrás e infinitamente atrás, como si el fuera fuese precisamente ese centro que sólo puede ser la ausencia de todo centro.
Ahora bien, ese fuera, ese «por detrás» que no es en absoluto un espacio de dominación y de altura desde el cual puede captarse todo de una sola mirada y dirigir los acontecimientos (del círculo), ¿no será la distancia misma que el lenguaje recibe de su propia falta como límite suyo, distancia desde luego enteramente exterior, que sin embargo lo habita y en cierto modo lo constituye, distancia infinita que hace que mantenerse en el lenguaje sea ya estar fuera, y tal que, si fuera posible acogerla, «relatarla» en el sentido que le es propio, se podría entonces hablar del límite, es decir llevar hasta la palabra una experiencia de los límites y la experiencia-límite?
Considerado en esa dimensión, el relato sería entonces el espacio aventurado en que la frase: «Las fuerzas de la vida…» puede afirmarse en su verdad, pero en el cual, como contrapartida, todas las frases, incluso las más inocentes, corren el riesgo de recibir la misma situación ambigua que recibe el lenguaje en su límite.
Límite este que tal vez sea el neutro.
Lo que Kafka nos enseña —incluso aunque no se le pueda atribuir directamente esta fórmula— es que contar pone en juego lo neutro. La narración a la que rige el neutro se mantiene bajo la custodia del «él», tercera persona que no es una tercera persona ni tampoco la simple cubierta de la impersonalidad.
El «él» de la narración en la que habla el neutro no se contenta con tomar el lugar que en general ocupa el sujeto, sea éste un «yo» declarado o implícito, sea el acontecimiento tal como tiene lugar en su significación impersonal[2].
El «él» narrativo destituye todo sujeto, tanto como desapropia toda acción transitiva o toda posibilidad objetiva. En dos formas: 1) la palabra del relato siempre nos hace presentir que lo que se cuenta no es contado por nadie: habla en neutro; 2) en el espacio neutro del relato, los portadores de palabras, los sujetos de acción —los que antaño hacían las veces de personajes— caen en una relación de no identificación consigo mismos: algo les ocurre que sólo pueden reaprehender desprendiéndose de su capacidad de decir «yo», y eso que les ocurre siempre les ha ocurrido: sólo podrían explicarlo de un modo indirecto, como olvido de sí mismos, ese olvido que los introduce en el presente sin memoria que es el de la palabra narrativa.
Escribir, relación con la vida, relación desviada mediante la cual se afirma lo que no concierne.
Ausente o presente, se afirme o se sustraiga, altere o no los convencionalismos de la escritura —la linealidad, la continuidad, la legibilidad—, el «él» narrativo marca así la irrupción de lo otro —entendido en neutro— en su extrañeza irreductible, en su perversidad retorcida. Lo otro habla. Pero cuando lo otro habla nadie habla, pues lo otro, al que debe evitarse honrar con una mayúscula que lo fijaría en un sustantivo de majestad, como si poseyera alguna presencia sustancial, incluso única, precisamente nunca es sólo lo otro, tal vez no sea ni lo uno ni lo otro, y el neutro que lo señala lo retira de ambos, como de la unidad, estableciéndolo siempre fuera del término, del acto o del sujeto en que pretende ofrecerse.
La voz narrativa (no digo narradora) obtiene de allí su afonía. Voz que no tiene cabida en la obra, pero que tampoco la domina, lejos de caer de algún cielo bajo garantía de una Trascendencia superior: el «él» no es el englobante de Jaspers, más bien es un vacío en la obra: palabra-ausencia esta que evoca Marguerite Duras en uno de sus relatos, «una palabra—agujero, horadada en su centro con un agujero, con ese agujero en que habrían tenido que enterrarse todas las demás palabras», y el texto agrega: «No habría podido decirse, pero se hubiera podido hacerla resonar: inmensa, sin fin, como un gong vacío…»
Tácita, la voz narrativa atrae al lenguaje oblicua, indirectamente y, bajo esta atracción, la de la palabra oblicua, deja hablar al neutro. Lo lleva en sí, por cuanto que:
1) hablar en neutro es hablar a distancia, sin mediación ni comunidad e incluso experimentando el distanciamiento infinito de la distancia, su irreciprocidad, su irrectitud o su disimetría, pues la distancia más grande en que rige la disimetría, sin que sea privilegiado ni uno ni otro de los términos, es precisamente el neutro (no se puede neutralizar el neutro);
2) la palabra neutra ni revela ni oculta. Lo cual no quiere decir que no signifique nada (pretendiendo abdicar del sentido bajo la especie de lo insensato), quiere decir que no significa a la manera en que significa lo visible-invisible, sino más bien que abre en el lenguaje un poder distinto, ajeno al poder de iluminación (o de oscurecimiento), de comprensión (o de desprecio). No significa de un modo óptico; se queda fuera de la referencia luz-sombra que al parecer es la referencia última de todo conocimiento y de toda comunicación, al grado de hacernos olvidar que sólo posee el valor de una metáfora venerable, es decir, inveterada;
3) la exigencia del neutro tiende a suspender la estructura atributiva del lenguaje, esa relación con el ser, implícita o explícita, que, en nuestras lenguas, se plantea inmediatamente, cuando se dice algo. Con frecuencia se ha observado —los filósofos, los lingüistas, los críticos políticos— que no podría negarse nada que previamente se hubiera planteado.
En otras palabras, todo lenguaje empieza por enunciar y, enunciando, afirma. Más bien podría ser que contar (escribir) fuese atraer la lengua a una posibilidad de hablar que hablaría sin hablar del ser y tampoco sin negarlo: o incluso, de manera aún más clara, demasiado claramente, establecer el centro de gravedad de la palabra en otra parte, allí en donde hablar no equivaldría a afirmar el ser ni tampoco a tener necesidad de la negación para suspender la obra del ser, la que se realiza por lo general en toda forma de expresión. A este respecto, la voz narrativa es la más crítica que, sin ser oída, pueda hacer oír. De ahí que, escuchándola, tengamos tendencia a confundirla con la voz oblicua de la desdicha o con la voz oblicua de la locura
Maurice Blanchot
De Kafka a Kafka
Ed. FCE, Breviarios

Emmanuel Levinas, Humanismo del otro hombre

La significación precede a los datos y los aclara.

El dato se presenta desde un comienzo en tanto que esto o aquello, es decir, en tanto que significación. La experiencia es una lectura, la comprehensión del sentido, una exégesis, una hermenéutica y no una intuición.

La esencia del lenguaje a la cual los filósofos otorgan ya un papel principal-y que señala-ría la noción misma de cultura-consiste en hacer brillar, más allá del dato, al ser en su conjunto. El dato tomaría una significación a partir de esta totalidad.

La acción cultural no expresa un pensar previo, sino al ser, al cual, encamada, ya pertenece. La sig-nificación no puede inventariarse en la interioridad de un pensar. El pensar mismo se inserta en la Cultura a través del gesto verbal del cuerpo que lo precede y lo supera. La Cultura objetiva a la cual, por la creación verbal, agrega algo nuevo, lo ilumina y lo guía.

El gesto corporal no es una descarga nerviosa, sino la celebración del mundo, poesía.

El cuerpo es un sensible sentido -allí está, según Merleau-Ponty, su gran maravilla. En tanto que sentido, está todavía de este lado, del lado del sujeto; pero en tanto que sensible está ya de aquel lado, del lado de los objetos; pensar que deja de ser paralítico es movimiento que deja de ser ciego y conlienza a ser creador de objetos culturales.

La creación cultural no se agrega a la receptividad, sino que es, desde un comienzo, su otra cara. No somos sujeto del mundo y parte del mundo desde dos puntos de vista diferentes, sino que, en la expresión, somos sujeto y parte a la vez. Percibir es a la vez recibir y expresar por una especie de prolepsia.

El arte no es pues un feliz extravío del hombre que se pone a hacer lo bello. La cultura y la creación artística forman parte del orden ontológico mismo. Son ontológicas por excelencia: hacen posible la comprensión del ser.

No es pues por azar que la exaltación de la cultura y de las culturas, la exaltación del aspecto artístico de la cultura, dirige la vida espiritual contemporánea; que, más allá de la labor especializada de la investigación científica, los museos y los teatros, como en otro tiempo los templos, hacen posible la comunión con el ser y que la poesía pase por plegaria.

La expresión artística reuniría al ser en significación y aportaría así la luz original que el saber científico tomaría prestada.

La expresión artística sería así un acontecimiento esencial que se produciría en el ser a través de los artistas y de los filósofos.

Emmanuel Levinas
Humanismo del otro hombre
Ed. original francés Fata Morgana 1972
Ed. Siglo XXI 1974


miércoles, 24 de abril de 2019

Dostoyevski, antihéroe, vida-viva

Referir detalladamente cómo ha fracasado uno en su vida, por no saber vivir, reflexionando sin cesar en su subsuelo, que es lo que he hecho yo, no puede ser interesante en modo alguno.
Para escribir una novela hace falta un héroe, y yo, como haciéndolo adrede, he reunido aquí todos los rasgos de un antihéroe. Además, todo esto producirá pésima impresión, porque todos hemos perdido el hábito de vivir, porque todos cojeamos, unos más y otros menos.
Incluso hemos llegado a perder ese hábito hasta el punto de que sentimos cierta repugnancia por la vida real, por la «vida viva». Pero eso no nos gusta que nos lo recuerden. Hemos llegado a considerar la vida real, la «vida viva», como algo ingrato, como un servicio penoso, y todos estamos de acuerdo en que lo mejor es adaptarse a los libros.
¿Qué objeto tiene nuestra agitación? ¿Qué buscamos? ¿Qué deseamos? Ni nosotros mismos lo sabemos. Es más, si nuestros deseos se cumpliesen, no nos sentiríamos felices.
Si nos diesen un poco de libertad, si detestasen nuestras manos, si ensanchasen nuestro círculo de acción, si nos quitasen las riendas, inmediatamente —estoy seguro— solicitaríamos que nos volvieran a poner bajo tutela.
Sé que os he enojado, que vais a gritar, a protestar: «¡Hable por usted solo y por sus miserias subterráneas! ¡Suprima ese nous tous!»
Perdonen, señores, pero no he pensado en modo alguno justificarme apelando a esta omnitude. En lo que me concierne personalmente, no he hecho otra cosa en mi vida que llevar hasta el fin lo que ustedes sólo han llevado hasta la mitad, aunque se han consolado con la mentira de llamar prudencia a la cobardía. Tanto es así, que mi vida es tal vez más real que la de ustedes.
Fíjense bien. Hoy todavía no sabemos dónde se oculta la vida, qué clase de sitio es ése ni cómo se llama. Si nos abandonan, si nos retiran los libros, nos veremos inmediatamente en un embrollo, todo lo confundiremos, no sabremos adónde ir ni cómo ir, ignoraremos lo que se debe amar y lo que se debe odiar, lo que debe respetarse y lo que sólo merece des- precio. Incluso nos molesta ser hombres, hombres de carne y hueso; nos da vergüenza, lo consideramos como un oprobio y soñamos con llegar a convertirnos en una especie de seres abstractos, universales.
Somos seres muertos desde el momento de nacer. Además, hace ya mucho tiempo que no nacemos de padres vivos, lo que nos complace sobremanera. Pronto descubriremos el modo de nacer directamente de las ideas.
Pasaje de: "Memorias del subsuelo"
por Fiódor Mijáilovich Dostoyevski. Scribd.


domingo, 21 de abril de 2019

AMOR COMO CONSTRUCCIÓN, ESCENA DEL DOS, Badiou, alteridad

EL AMOR COMO CONSTRUCCIÓN DUAL ("ESCENA DEL DOS" que lo denomina el filósofo Alain Badiou, del que remito unos pasajes expresivos parafraseados de sus libros Condiciones y Elogio del Amor)

Pienso  que  hay  que  abordar  la  cuestión  del amor  desde  dos  puntos  que van más allá de la mera experiencia  de  cada  uno. 

En  primer  lugar,  el  amor habla  de  una  separación  o  distancia que  puede ser  la  natural diferencia  entre  dos  personas,  con su  subjetividad  infinita.  Esta  separación resulta, por ejemplo, de  la  diferencia  sexual, del deseo que se origina en cada uno.

Hay primero, pues, para hablar de amor, un Dos diferenciado. Parte de la experiencia de la diferencia.

El  segundo  punto  tiene que  ver  con  que,  precisamente  porque  parte de una distancia en la diferenciación  en  el  preciso  momento  en  que este  Dos  está  por  mostrarse,  por  entrar  en  escena como  tal  y  experimentar  el  mundo  de  una  manera  nueva,  solo  puede  tomar  una  forma  aleatoria  o contingente.  Es  lo  que  llamamos  el  "encuentro". El  amor se inicia  siempre  con  un  encuentro.

Esta  sorpresa  pone  en  marcha un  proceso  que  es  fundamentalmente  una  experiencia  del  mundo.  El  amor  no  es  solamente  el encuentro  y  las  relaciones  que  se  tejen  entre  dos individuos,  sino  una  construcción,  una  vida  que  se hace,  ya  no  desde  el  punto  de  vista  del  Uno,  sino desde  el  punto  de  vista  del  Dos. 

Yo llamo a esto "escena  del  Dos".  A  mí, personalmente,  siempre me  interesó  lo  que  tiene  que  ver  con  la  duración y  con  el  proceso,  y  no  solamente  lo  que  tiene  que ver  con  ese  comienzo.

El amor no es de ninguna manera (ésa sería su versión romántica) una mera fusión ni una efusión. Es condición, a menudo laboriosa, para que el Dos pueda existir como Dos.

El Dos inaugurado por el encuentro, y del que el amor efectúa su verdad en proceso (construcción), no va a quedar encerrado sobre el sí mismo de la mera experiencia del uno subjetivo.

viernes, 19 de abril de 2019

Praga, Ticho Brahe, Kepler, Kafka, judíos

De mi reciente viaje a Praga, acompañado de algunas inspiraciones históricas, me detengo a reflexionar sobre tres paradojas del devenir humano que ahí confluyeron:

Hacia el año 1600 coincidieron (o más bien se buscaron) en Praga dos eminencias de la astronomía, como fueron Ticho Brahe y Johannes Kepler, los cuales tuvieron la suerte de promover el progreso de su ciencia al amparo de un emperador de lo más arbitrario y supersticioso (Rodolfo II, por cierto que criado en su juventud en la corte española de Felipe II).

Y ya en el siglo XX, por un lado, Franz Kafka tuvo ocasión de dar a luz ahí una obra cuya principal característica hubo de estar en el absurdo, pero ello no le privó de indagar hondamente en la naturaleza humana, mientras, por otro, resulta que a los nazis se les ocurrió reunir allí una serie de sustracciones de valiosos elementos de las tradición judía para realizar lo que pretendían fuera un museo de la raza que perseguían extinguir.

¿Qué amarga lucidez nos arrojan estas paradojas aparentemente inconexas? el ser humano sorprende tanto por obtener logros de los terrenos más inversosímiles (p.ej. la ciencia sabe ser sabia hasta entre la surperchería), como por iluminar humanamente desde el aspecto más aparentemente incomprensible (p.ej. lo kafkiano) y de que demasiadas veces la lógica del conocimiento se aparta de la sensibilidad del reconocimiento de los otros (paradigmático del nazismo).

Atendamos al individuo que siente para pensar mejor.


sábado, 6 de abril de 2019

Helen Keller, literatura, activista, sordociega

Helen Adams Keller (TuscumbiaAlabama27 de junio de 1880-EastonConnecticut1 de junio de 1968) fue una escritoraoradora y activista política sordociega estadounidense. A la edad de diecinueve meses sufrió una grave enfermedad que le provocó la pérdida total de la visión y la audición. Su incapacidad para comunicarse desde temprana edad fue muy traumática para Helen y su familia, por lo que estuvo prácticamente incontrolable durante un tiempo. Cuando cumplió siete años, sus padres decidieron buscar una instructora y fue así como el Instituto Perkins para Ciegos les envió a una joven especialista, Anne Sullivan, que se encargó de su formación y logró un avance en la educación especial. Continuó viviendo a su lado hasta la muerte de esta en 1936.
Después de graduarse de la escuela secundaria en Cambridge, Keller ingresó en el Radcliffe College, donde recibió una licenciatura, convirtiéndose así en la primera persona sordociega en obtener un título universitario.[3][4]​ Durante su juventud, comenzó a apoyar al socialismo y en 1905 se unió formalmente al Partido Socialista.[5]​ A lo largo de toda su vida redactó múltiples artículos y más de una docena de libros sobre sus experiencias y modos de entender la vida, entre ellos La historia de mi vida (1903) y Luz en mi oscuridad (1927).[1]
Keller se convirtió en una activista y filántropa destacada; recaudó dinero para la Fundación Americana para Ciegos, fue miembro del Industrial Workers of the World[6]​ —donde escribió desde 1916 a 1918— y promovió el sufragio femenino, los derechos de los trabajadores, el socialismo y otras causas relacionadas con la izquierda, además de ser una figura activa de la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles tras cofundarla en 1920. En 1924, se apartó de la actividad política para enfocarse en la lucha por los derechos de las personas con discapacidades y realizó viajes por todo el mundo ofreciendo conferencias hasta 1957. Por sus logros, el presidente estadounidense Lyndon Johnson le otorgó la Medalla Presidencial de la Libertad en 1964.[7]​ Desde 1980, por decreto de Jimmy Carter, el día de su natalicio es conmemorado como el Día de Helen Keller.[8]​ Su vida ha sido objeto de variadas representaciones artísticas, tanto en cine, teatro y televisión, destacándose particularmente The Miracle Worker.
Wikipedia

Imagen de Philos Sofía

jueves, 4 de abril de 2019

Nancy, ser-con, amor, prójimo, sentido

(OTRO: infinita distancia y proximidad en el SER-CON) La proximidad del prójimo es la distancia ínfima, íntima, pero también infinita, y cuya resolución está en lo Otro. El prójimo es lo alejado por excelencia -y por eso la relación con él se presenta
1) como un imperativo,
2) como el imperativo de un amor,
y 3) de un amor que sea «como el amor a uno mismo».
El amor propio no es aquí el egoísmo en el sentido de una preferencia por uno sobre los demás (lo que sería contradictorio con el mandato), sino el egoísmo en el sentido del privilegio de uno mismo, del sí propio, como modelo cuya imitación proporciona el amor por los demás.
Hay que amar en el otro al sí propio, pero recíprocamente, el sí propio en mí es lo otro que el ego, su intimidad sustraída.
Por esto se trata de «amor»: este amor no es un modo posible de la relación, sino que designa la relación misma en el seno del ser -incluso en lugar del ser-, y esta relación, de lo uno en lo otro, entonces, como relación infinita de lo mismo con lo mismo en tanto que originariamente distinto de sí mismo.
Así, el «amor» es el abismo de sí en sí, es la «dilección» o el «tomar cuidado» de lo que del origen se escapa o falta: consiste en tomar cuidado de esta retirada y en esa retirada.
De ahí que este amor sea «caridad»: es consideración de la caritas, del precio o del valor extremo, absoluto y por tanto inestimable de lo otro en cuanto otro, es decir, como sí-retirado-en-sí.
Este amor dicta el valor infinito de lo que está infinitamente recogido: la inconmensurabilidad del otro. El mandato de este amor se enuncia, en consecuencia, por lo que es: el acceso a lo inaccesible.
Ahora bien, no basta con desacreditar este amor a causa del idealismo abusivo o de la hipocresía religiosa. Se trata más bien de desconstruir la cristiandad y el sentimentalismo de un imperativo cuyo carácter abiertamente excesivo, claramente exorbitado, debe alertamos -incluso diría: se ha hecho, evidentemente, para alertarnos.
Se trata de preguntarse por cuál sea el «sentido» (o el «deseo») de un pensamiento o de una cultura que se da un fundamento del que el enunciado denuncia la imposibilidad, y preguntarse por hasta dónde y cómo la «locura» de este amor expondría la medida inconmensurable de la constitución misma del «sí» y de lo «otro», del «sí» en lo «otro».
Habría entonces que comprender cómo, en esta constitución -y así, en el seno y el reverso exactos del judeo-cristianismo-, la dimensión del con aparece y desaparece a la vez.
Por una parte, la proximidad del prójimo señala lo «cerca» del «con» ( el apud hoc de su etimología en francés: aupres ). Incluso se puede añadir, sin duda, que delimita y resalta este «cerca» por sí mismo, como una contigüidad y una simultaneidad del ser-cerca-de en cuanto tal, sin otra determinación.
Es decir, que el «prójimo» no es ya el «próximo» de la familia o de la tribu, al que remitiría quizá la primera acepción del precepto bíblico; no es el próximo de la gens ni de la philía o de la fratría, se sustrae a toda esta lógica del grupo o del conjunto, a la lógica de la comunidad de naturaleza, de sangre, de procedencia, de principio y de origen.
La medida de lo «próximo» ya no está dada, y el «cerca de», el «junto a» se exhibe desnudo, sin medi-da: la asociación, la multitud, la masa se vuelven posibles -hasta el hacinamiento de las fosas de cadáveres anónimos o la pulverización de la ceniza colectiva.
La proximidad del prójimo, como pura distancia, pura disposición, puede a la vez contraer y dilatar al extremo esta disposición. En el ser-unos-con-otros universal, el en de lo en-común se hace puramente extensivo y distributivo.
En consecuencia, se encuentran en lo más profundo de toda nuestra tradición, superpuestas, entrelazadas y opuestas, dos medidas de lo inconmensurable: según el Otro, y según el con.
Lo íntimo y lo próximo, lo mismo y lo otro, designan en su mutua remisión un «no ser con», y de este modo un «no ser en sociedad», un Otro de lo social en que lo social mismo -o común como ser o como sujeto común- estaría ante sí, en sí y para sí: la mismidad misma de lo otro y como Otro.
El ser-con designa por el contrario lo otro que no vuelve nunca a lo mismo, la pluralidad de los orígenes. La justa medida del con, o más exactamente, el con o el ser-con como justa medida, como justeza y como justicia, es entonces la medida de la disposición como tal: la medida de la distancia de un origen a otro origen.
Jean-Luc Nancy
SER SINGULAR PLURAL
trad. Antonio Tudela
Ed. Arena Libros 2006


lunes, 1 de abril de 2019

Esquirol, bondad, afecciones dinamismos

AFECCIONES PRIMORDIALES (yo, tú, mundo) y DINAMISMOS FUNDAMENTALES (placer, amparo y saber-conocer) "La afección del yo es la reflexividad basal: ... "Yo" es el nombre dado a quien siente que siente; nombre del sujeto del sentir. No es un ente abstracto sino muy concreto: la concreción del yo que siente es el cuerpo... El sentir del sentir es inicio del yo, del sí mismo.
La experiencia del tú tiene dos modalidades esenciales: es la experiencia de la no indiferencia, de la compasión ante el sufrimiento del otro, y del amor por el otro; y es la experiencia de sentirse amado por el otro... La amistad es una de las formas de amor al otro, y también de ser amado por el otro. Amar y ser amado. Mientras que amar es contribuir a ensanchar el mundo, ser amado es sentirse visitado por el cielo.
Finalmente la experiencia del mundo es la experiencia de estar situado a la vez que de ser sujeto de un mundo admirable y desbordante que somos capaces de conocer y de transformar.
Del mismo modo que en el caso de la experiencia del yo y del tú, también la experiencia del mundo como horizonte de manifestación incluye, como reverso, la infinitud-alteridad (las tres afecciones son una variación delo que Kant llama las tres ideas de la razón: alma, mundo, Dios).
La ontología va ligada a la afección, al estar "tocado" por el misterio de la vida, por las experiencias del yo, del tú y del mundo. Por lo que no hay ontología sin pasión.
En paralelo a la tres afecciones primordiales, y sin considerarlas en relación estrictamente biunívoca (porque se dan solapamientos), hay que destacar los tres DINAMISMOS FUNDAMENTALES: el del placer, el del amparo y del saber-conocimiento).
Sentir el placer de sentir lleva a las diversas modalidades del deseo, como tendencia a aumentar la satisfacción... Hay gozo de sentirnos vivos, y de ahí que expresemo la ganas de vivir intensamente. Ya te sientes vivo pero deseas acrecentar este sentir. Ahora bien, sentir el placer de la vida en la separación abierta por el repliegue del sentir, significa también, que en el placer ya está contenida la insatisfacción y que la satisfacción nunca podrá ser total.
Sentir la vulnerabilidad propia y ajena (la sombra de la indigencia, de la intemperie, del sufrimiento,  de la muerte) lleva al amparo, es decir al cuidado y a la protección de los demás y de uno mismo. La resistencia y la generosidad son las principales manifestaciones de esta tendencia agápica horizontal, que solemos llamar bondad.
Finalmente, sentir la inteligibilidad del mundo lleva al deseo de conocimiento... Vemos que la realidad puede ser conocida, leída. El sentir es sentir inteligente, es decir capaz de leer lo que es legible, analizable, cognoscible. Razón y racionalidad no son sino prolongaciones del sentir inteligente. El sentir es la base de la racionalidad y, por tanto, quien no siente será "insensato", es decir, no razonable. Tampoco es casual que "saber" venga de "saborear" (sapere) y que el sabio sea el hombre de buen gusto, capaz de gozar de la belleza.
No hay que edulcorar la inteligencia con la dimensión emocional porque ya de por sí el sentir es inteligente... Desde luego, habría que dejar definitivamente atrás el binomio intelectualismo-emotivismo y recuperar lo que sostenía Xavier Zubiri cuando describía la inteliencia sentiente... A diferencia de Zubiri, es mejor hablar de "sentir inteligente", para dejar todavía más claro que no es que  tengamos una racionalidad (una inteligencia) que deba complementarse con la sensibilidad, sino un sentir que ya en sí mismo es inteligente.
J.M. Esquirol
La penúltima bondad
Ensayo sobre la vida humana
Ed. Acantilado 2018
Ilustración
Frederic Leigthon
Jardín de las Hespérides

Extrañamiento, impersonal, D.H.Lawrence, Eagleton

El extrañamiento era para Lawrence algo aún más íntimo que la mera presencia del otro. El extrañamiento es, ante todo, una cuestión del modo en que cada uno de nosotros nos presentamos ante nosotros mismos.
La clave del pensamiento de Lawrence (lo que él denominaba de un modo poco gramatical en inglés su metaphysic [su metafísica]) es la idea de que todos somos unos extraños para nosotros mismos.
Difícilmente puede considerarse un hallazgo novedoso tratándose de la época de Freud, pero lo que sostiene Lawrence no es de naturaleza psicoanalítica.
Para él, el ser gobierna sobre sí mismo y no sobre uno mismo.
En el centro del yo de cada uno de nosotros reside una suerte de oscuridad o de alteridad inconmensurables que hacen de nosotros lo que somos.
Lo que nos lleva a convertirnos en personas únicas sería, en lo que constituye una moderna ironía que nos es ya familiar, algo (llamémoslo Vida, Infinito, dioses oscuros, Espíritu Santo o el inconsciente) que es en sí mismo profundamente impersonal.
En el núcleo más íntimo del yo reside algo que es implacablemente ajeno a él, aunque no hostil. Si este ser que se encuentra más próximo a nosotros de lo que lo estamos nosotros mismos llevó una vez el nombre de Dios, en la actualidad se ha secularizado como corresponde, dando lugar a lo que Lawrence denomina lo Otro, el Infinito o la vida espontáneamente creativa.
Cuando Lawrence indica que cualquier arte es religioso, es todo esto lo que tiene en mente. Para Lawrence, lo que expresamos es aquello que no forma parte de nosotros.
Cuando somos más auténticos y espontáneos, estamos expresando ese principio que opera en nuestro interior y que hunde sus raíces a una profundidad incomparablemente mayor que la personalidad o la identidad individuales.
Terry Eagleton
La novela inglesa
Una introducción
Traducción: Antonio Benítez Burraco
Ed. AKAL 2009